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Nubes azul muy oscuro envuelven el atardecer. Multitud de esferas perfectas flotan en el aire con la brisa de aquí para allá. Como jabón, como burbujas de jabón. Suben y bajan, empujadas por vientos de las redes sociales. Por ahora, solo explotan unas pocas. Dan en la cara, de vez en cuando, con unas salpicaduras nimias, apenas un frescor mojado. Bueno en verano, pero malo cuando llega el invierno. Que «si esto es maravilloso», que si la IA hace esto y lo otro, que si, que sí, que ya está aquí, como el viento del norte. Llega la gran burbuja, como el somormujo.

Todas las revoluciones han mejorado los recursos escasos para aumentar la productividad. Y la IA mejora la productividad. Vaya si la mejora. Pero no mejora los recursos escasos. Es un Zeus hambriento que se calienta en inmensas granjas que consumen el agua y la energía que no tenemos. El cuento de las cuentas no sale a cuenta. Aún.

En una explanada del barrio periférico se encienden luces, se adivinan guirnaldas y llega el runrún de personas paseando y música entrecortada. ¡Una feria! Con el otoño se acaban las ferias en los barrios. Acaban las fiestas. Cómo no pasear por una de las últimas de la temporada, con sus pasillos creados con esa sabiduría que conoce la pasión humana de andar entre atracciones de cartón piedra. Y ese aroma de fritanga estupendo que, por lo menos, te lleva a la infancia y, por lo más, a la melancolía.

En un lugar destacado del campamento ferial, está el Dragón Vacilón, que es el tren de la bruja revisitado, un círculo de pocos metros en ferrocarril, de la luz a las tinieblas, esperando la aparición de la bruja o el dragón que te sacude con una escoba. A Felon Mask, el dueño del cotarro, se le rompen algunas vagonetas. Es un optimista. Si se rompen las ventanillas golpeadas por el público, musita: «There is room for improvement», «Hay margen de mejora»; pronto sus vagones funcionarán solos, dice, y las brujas serán sustituidas por golems mecánicos. Total, que en el espectáculo se sustituirán brujas que hay que alimentar orgánicamente por robots. Viene la era de los robots. El año que viene, «Tú, robot» y escobazos al canto.

La atracción junto a la de Felon es el Torito Bailón que no se lleva bien con la vasca del Dragón Vacilón. Su dueña, Pam Bajman con el mote de Popen Ay, nadie sabe por qué, sobrevive huyendo hacia delante feria tras feria. Se rumorea que no cumple todas las reglas de seguridad para los clientes, hace menos caja de lo que gasta, pero sus toritos de cuarta o quinta generación —son de temporada, como las fresas— hacen las delicias de los clientes. Los clientes no sabemos nada. Disfrutamos tirando melones de gomaespuma a los toritos mientras Popen Ay nos mira. Y muchas veces nos arreglan el día cuando acertamos a la cabeza de uno de los toritos que, eso sí, son muy educados.

Por el camino de puestos y atracciones, destacando sobre todas las cabezas de la chiquillería, encontramos a Ray Bunbury, una especie de forzudo fondón y viejuno que pasea haciendo las delicias de familias nucleares y polinucleares. La cosa es que va enseñando su torso lleno de tatuajes. Figuritas vivas que se agitan por su piel, ya saben, músculos como gastados pero hipertrofiados, que daban vida a los dibujos de su piel. El gigantón cuenta, a quien quiere escuchar y con deje mexicano, que es la encarnación —nunca mejor dicho— de los tatuajes digitales que nos hacemos todos los días. Niños y menos niños quieren tocar esas filigranas en su piel, arabescos azulados, dibujos de trasgos y goyerías que te dejan embelesado, haciendo scrollings interminables por sus manos, brazos, tripa, cara, espalda. Vas de un dibujo a otro sin parar. Los usuarios de la feria miran y miran sin ver en ninguna parte. Paciente, el gigantón Ray les explica que todos tienen tatuajes, que todos miran, aunque no lo sepan, que sus tatuajes son digitales y que desde pequeños han empezado a grabarse en su piel tierna y no, no se pueden borrar.

Cuando cae la noche del todo, las luces de la feria crean un ambiente mágico. Familias y solitarios pasean por la calle de las atracciones. Es como una calle de pueblo del Oeste; intuimos que detrás de los escaparates, no hay nada, no hay otro lado: el desierto, la oscuridad. Hay que quedarse en la feria y hacer todo el camino, como todas las personas. Llegamos a un castillo inmenso de plástico. Niños se tiran, deslizan y chocan con el plástico de columnas y torres y vuelven a trepar y vuelven a caer. Tarde o temprano, que seguimos andando, llegas a chiringuitos con luces de guirnalda de modernos ledes y humo de parrillas. Ya nos alimentamos como esos japoneses que no salen ya de casa, viviendo en la feria con sillas de piloto, de gamer dicen, que te lleva de atracción en atracción. Puede que toda la vida analógica sea un tatuaje digital. Como un perrito caliente de plástico, que está muy bueno y te saca de un apuro para seguir apurado. Otras familias se sientan en bancos que un día puso el ayuntamiento, públicos y gratis, y distribuyen a su prole galletas de broncanosaurios catódicos para seguir la exploración. En una atracción cerca de la oscuridad del final, hay más aplausos. No sabemos por qué, porque nos paramos más cerquita, en la parada de Tiritos Amiguitos. Todos queremos disparar y ganar un perrito piloto, como el que tuvimos en la infancia. Un peluche sin tatuar al que tocar y acompañar. Gracias por venir, lo disfruten con salud y el día acaba por hoy.

La feria se fue a otra parte. Amanece y esa mañana ya no están. Queda un descampado de esos que hay cerca de sitios por donde se pasa, o se pasan pasados, o pasan runners cansinos con smartwatches exigentes. Sé que es la hora, pero no recuerdo para qué. Los feriantes se han marchado.

Miguel Ángel Martín-Pascual

Responsable de investigación y desarrollo en el Instituto RTVE.

Responsable de investigación y desarrollo en el Instituto RTVE
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